Sus aspiraciones y necesidades: Cómo son los hombres

Revista Ya, El Mercurio, martes 26 de julio de 2005
Sus aspiraciones y necesidades: Cómo son los hombres
Rafael Gumucio


En la mayor parte de las especies animales el macho es más bello, y más solemne que la hembra; es cosa de ver a los leones por ejemplo, que viven y mueren sólo para impresionar a sus hembras. En la especie humana son las mujeres las bellas. Son ellas las que bailan casi a solas la danza de la seducción. Son las portadoras de la especie y las dueñas del juego.


Los hombres son para la sobrevivencia de la especie bastante irrelevantes e intercambiables. Una vez que fecunda la mujer, su presencia es más bien decorativa. Las guerras las hacen los hombres, porque su muerte en el campo de batalla no implica el fin de un clan. Con tal que sobrevivan dos o tres basta para repoblar una ciudad. Los hombres pueden creer en el pasado, y vivir en el presente; el futuro es - por mandato fisiológico- monopolio de las mujeres.


El hombre se encuentra hoy a la intemperie de sus propias certidumbres. El voyerismo, la pornografía, el fetichismo, han sido esterilizados por los siquiatras o cargados de culpas históricas. Desnudo el macho, ahora también, de los adornos más vistosos del poder (aunque en Chile, abusivamente conserven mucho de ese poder), no les queda más que buscar qué cosas los hace hombre, y qué otras los hace humanos. Sin aduana, ni gendarme, necesita buscar cuáles son sus fronteras, para no perderse en la inmensidad desértica de las identidades electivas. Hijo también de ese desconcierto, anoto algunos hitos de esa frontera a ver si soy capaz de no atravesarla a cada rato.


¿Qué es ser hombre, entonces? Arriesgo una definición preliminar: Ser hombre es tener un sexo, mientras que ser mujer es ser un sexo. El sexo está incorporado a la mujer, es parte central de su cuerpo. Vive en ellas, inseparable, invisible y por eso omnisciente y omnipresente.


Para el hombre, su sexo es otro. Otro ser que le surge bajo el estómago, que aunque no tiene ojo, sí tiene boca, rostro, personalidad. El sexo, el pene, es otro, otro con que abrazarse, agarrarse, consolarse, pelearse, sorprenderse, olvidarse. Otro que parece ser tú, que aparenta escucharte, seguirte y obedecerte, pero que de tarde en tarde revela tener su propio horario, su propia agenda, sus propias urgencias y necesidades.


La mayor parte del tiempo los hombres están dialogando (como en una famosa novela de Alberto Moravia) con ese otro. Llegando a acuerdos sustanciales, o sólo comentando, como si nada, las noticias del mundo. Evaluando si tal niña, o tal idea le gusta o no. De alguna forma nuestra personalidad depende mucho de la de ese otro. Su ímpetu, su hambre, pero también su extraña figura y la vulgaridad con que pasa de la voluptuosa fantasía a la orina, todo eso crea una actitud especial hacia el deseo. No podemos ser del todo serios, o trágicos, cargando con esa especie de monje tuerto que reduce todos nuestros bellos discursos a la fatalidad de la fisiología.


La propia falta de seriedad o de belleza de nuestro sexo, nos obliga - muchas veces- a ver el amor y la sexualidad desde una luz que no excluye nunca la risa, la ironía, la escatología, la caricatura o la monstruosidad. Henry Miller era hombre, y Rabelais, Laurence Stern, y Gunter Grass también. Los hombres que se toman en serio suelen ser impotentes (Kafka), mal dotados (Hemingway), o traumados.


Así, a las mujeres les cuesta entender la capacidad masculina de tener relaciones sexuales que no comprometen en nada sus afectos. Les cuesta a las mujeres admitir que estas bestias, básicamente sentimentales, que son los hombres, pueden ser despiadados clientes de prostitutas, o amantes de secretarias o desconocidas, o felices participantes de cuanta orgía se les propone. Más aún les cuesta comprender que estos actos sexuales, nocturnos, clandestinos y sórdidos no afecten ni la inocencia, ni la ingenuidad del que las comete.


La explicación de esta esquizofrenia sexual está en parte en la historia y la organización social, pero en parte también en esa básica otredad del sexo. La historia les permitió a los hombres ver a las mujeres como objetos de consumo y propiedad, pero también la esencia de su sexualidad les permitió separar por la pared misma de su carne, el placer de los sentimientos, el sexo del amor. Sólo a través de esa posesión de cuerpos, de esa humillación mutua, el hombre siente al fin que su sexo es suyo.


El Quijote y Sancho


El instinto amistoso, tan consustancial al hombre, nace también de esa vecindad con el sexo. La amistad masculina es una extensión natural de la relación del hombre con su propio pene. Una forma de hacer realidad tangible esta conversación infinita que yace al fondo de cada hombre.


Mientras las mujeres suelen ver en otras mujeres siempre una competidora, o una ladrona, los hombres parecen necesitar permanentemente de la compañía de otros hombres que confirmen su existencia.


La relación entre el Quijote y Sancho es el arquetipo de ese diálogo entre el hombre y su masculinidad. El diálogo entre el pene bárbaro, hambriento, cómico y plebeyo (representado por Sancho Panza) y la mente limpia, pura, idealista, aristocrática y ridícula (representada por el Quijote).


Estas dos maneras de ser hombres caminan juntas - en la novela de Cervantes, como en la vida de los machos- gracias al mismo instinto de juego. Los dos huyen de las mujeres. Sancho de su esposa, el Quijote de su sirvienta, y caminan hacia un mundo de puro juego en que poseer y ser poseído es imposible. Vuelven a una infancia encantada, en que son engañados, burlados, pero protegiendo de a dos sus respectivas ingenuidades.


Y es evidente que los amigos se desean, se gustan, se seducen infinitamente, pero si no se tocan, si no se besan, es porque su amistad es justamente un refugio contra el sexo, contra la posibilidad de entrar del todo en una vida y dejar hijos, y una casa que es imposible de dejar del todo.


Es el miedo el motor mismo de la complicidad masculina. Es el temblor el que los dos juntos combaten. Es el terror el que respira detrás de las risas. ¿Miedo a qué? ¿Terror a quién?


El síndrome de Aquiles


En Aquiles, el guerrero que sólo combate con valor cuando quiere vengar a su amigo, Homero creó el símbolo mismo del macho. El irascible soldado que hace todo por vengar la imagen de un muerto, por su recuerdo, pero es incapaz de ver hasta qué punto su rabia y su odio hacen inminente su propia perdición.


Aquiles, el invulnerable, es gracias a su famoso talón, la vulnerabilidad misma. Esa vulnerabilidad, un pedazo de piel y sangre que nos recuerda que somos niños y que todo puede dolernos y herirnos, es una metáfora bastante evidente del sexo del macho. Porque ese sexo, exterior, visible, vivo con que el hombre no termina nunca de entenderse, es también más frágil que el de las mujeres. Se ve, entonces, se puede cortar, extirpar. El frío, el calor, todo le duele y hiere. Un golpe en el lugar exacto transforma a Jean Claude Van Damme en un niño lloroso que chilla desconsolado.


Esa angustia de la castración, y esa sensación de ser portadores de su propio colgante ridículo hace de los hombres seres básicamente vanidosos. Infantiles preocupados del estatus, completamente adictos al halago, no hay nada más fácil de seducir y conquistar que un hombre. Sólo basta decirle que es un genio, que es fuerte, poderoso o visionario para que se lo crea. Halagar a un hombre es regalarle un sexo que él cree que no le quitarán con un par de tijeras.


Así, el miedo a la castración gobierna al hombre. Puede que para esconder su terror, golpee a su novia, puede que se pierda en el alcohol, o como Aquiles, se lance contra los muros de Troya y acabe con su vida. Puede hacerse payaso o vaquero, rockero o funcionario; su ropa, sus pistolas, su guitarra eléctrica, sólo sirven para desviar la atención de la fragilidad de sexo. Todo en el hombre es una espera y una huida de la castración. La castración que fatalmente ocurre en cada acto sexual. El sexo del hombre se pierde en el de la mujer, y deja de pronto de ser del todo un hombre.


Castración no del todo horrible. Los quince segundos después del éxtasis son el único momento en que los hombres dejan de pensar en el sexo y de estar obsesionados por senos, traseros o conquista. Bestia visual, justo cuando el hombre deja de poder ver su sexo, puede dejar de pensar en él. Después del orgasmo los hombres viven medio minuto de plenitud en que es un niño que corre sobre la arena y el silencio y la sensación de estar lleno, frío y tibio. Y siente que ha matado de un cuchillazo la bestia que lo habita, y que puede pedir perdón y ser perdonado.


Las edades del hombre


Volver a ser niño, a ser perdonado como un niño, es singularmente para el hombre, el objetivo del acto sexual. Mientras en la mujer la frontera entre la niñez y la edad adulta está trazada con sangre, en el hombre las dos edades se confunden y abrazan.


Mientras en las mujeres la pubertad adorna sus pechos, y su tamaño, en los hombres no es más que una deshonra, en que una pérdida es seguida por otra, una derrota llama a otra, hasta llegar a ser hombres. La niñez termina, tras varios golpes de estado hormonales, que no pocas veces junto con derrocar el gobierno de la infancia destruyen el palacio presidencial de la autoestima. Y de pronto, sin una explicación convincente; la voz, las manos, el tamaño, todo deviene incomodo, molesto, feo.


Y de pronto el adolescente va buscando en las niñas un poco de la gracia, de la piel, de las curvas que él tuvo cuando niño. Aunque ellas le hacen saber que ese mundo ya no puede ser suyo. Quizás por eso invariablemente los seductores fueron feos que no tuvieron la ilusión de ser andrógenos y desde temprano necesitaron seducir para ser visibles.


La revolución adolescente es en las mujeres corta y definitiva. En eso se parecen a los Estados Unidos, tempranamente liberados de Inglaterra y tempranamente organizado y en paz. Los hombres son como Sudamérica, de una independencia larga y conflictiva que termina, fatalmente en una infinita guerra civil.


No existe en el hombre, como en las mujeres, ni un segundo nacimiento (la maternidad) ni una advertencia de la mortalidad (la menopausia); la vida del hombre transcurre en una pelea continua contra la muerte. En un presente continuo e indiferenciado en que se puede ser padre en cualquier momento, y nunca se deja del todo de ser hijo.


En las mujeres, la maternidad, el amor y la menopausia hacen tabla rasa sobre buena parte de su pasado. Las obligaciones con el futuro las hace vivir con intensidad desusada el pasado. Son - anatómicamente incluso- de una sola pieza. Se puede dibujar su figura con un solo trazo de pincel. Los hombres son por esencia más adictos a los pedazos, a los trozos, a los otros, y a lo otro. El diálogo con su propio sexo hace que los dolores o las culpas duren más, porque son temas de largas discusiones entre yo y yo mismo, entre el otro que soy yo, y yo que soy el otro. Los boleros más tristes, y los tangos más sufridos son de machos, incapaces de salir de esa conversación con lo que fue, y lo que no pudo ser. Revolviéndose con placer infinito en la culpa, el arrepentimiento y el odio. Incapaces de salir del agujero que es al mismo tiempo un útero al que volver.


El pasado, único momento en que el hombre se siente entero, se comprende y se mira. El hombre suele ser melancólico, y suele medir el presente con parámetros de pasados. Gran parte del debate político entre hombres está mediado por los grandes modelos del pasado. La grandeza es para el hombre algo que ha sucedido ya. Para las mujeres en política ese pasado, y sobre esa melancolía que suele idealizar el antaño, pesa menos. Gran parte del atractivo de la candidata Bachelet (como de la primera ministro Thatcher, o de Golda Meir) es su facultad para dar vuelta la página de su propio pasado. Lo que no equivale al olvido, sino sólo en la puesta en frío de las tibias brumas del ayer.


Las mujeres han tenido históricamente mayor derecho de gritar y llorar su dolor y así deshacerse de él. Los hombres suelen, en el pudor obligatorio de los fuertes, arrastrarlo hasta el infinito. Guardarlo en el secreto, junto con el resto de los juguetes rotos y las fotos viejas. Alimentos de las fantasías que les permiten no ver lo que tienen al lado, y describir con claridad lo lejano, lo improbable y lo imposible. Es esa fantasía que completa lo real y siempre choca con él, lo que hace del Quijote - novela en que las mujeres son sólo sombras- una novela básicamente masculina. Los hombres temen, con razón, a la realidad bajo todas sus formas, y la reemplazan por juicios o prejuicios.


Los mapas y los símbolos son el mundo de los hombres. Las estrategias, su forma de aplazar la batalla, hasta que - perfectamente imaginada- sólo les queda ocurrir. Para un hombre, lo inesperado es siempre una derrota. Aunque generalmente - como sucede mil veces en el Quijote- su aparato de conceptos e imágenes, es tan veloz, que luego reconstruye sobre las ruinas el edificio derruido y encuentra que ha ganado justo porque perdió.


Los hombres hablan en clave entre ellos, y se reconocen en la distancia que ponen entre el mundo y ellos. Esa distancia, que aparenta ser el amor al mundo, y su necesidad de conquistarlo es sólo el miedo a la muerte, que enfrentan sin hijos, sin otra eternidad que la de las palabras.


Roosevelt vivió rápido, porque creía que la mala suerte nunca alcanzaba a los jinetes veloces. Alejandro el Grande, se emborrachó mientras invadía Oriente. Despertó y al ver la muerte acercarse retrocedió. Napoleón tomó por asalto Rusia para vengarse de los cuernos con que Josefina adornó su frente. La muerte una y otra vez alcanzó a los héroes; una y otra vez el potente se encontró frente a frente a su impotencia y ha dejado en silencio al macho para dejar hablar al hombre, y el hombre dejar sólo al niño pegado contra el vidrio de una ventana mirando, sin comprender, la violencia de la lluvia sobre la pradera.


Rafael Gumucio.
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6:23 p. m.

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